23 de septiembre de 2011

PSICOSIS

Me ponen de los nervios las tías chillonas. Las que chillan sin parar. Dan grititos constantemente como si les pellizcaran cada cinco segundos. ¿Por qué gritan? ¿Por qué tienen un tono tan insoportable? Son tan molestas... son peor que mil punzadas en los oídos… A menudo me pregunto de dónde les saldrá esa voz porque algunas dan hasta miedo.
Tengo el convencimiento de que, por desgracia, todo el mundo tiene una chillona en su vida. Seguro que ya tenéis a alguien en mente, con nombre y apellidos. Os compadezco si es vuestra compañera de trabajo, no es mi caso, por suerte (aunque ella bien se merece un capítulo aparte). En tal caso, sería un motivo más que razonable para plantearme un cambio profesional… incluso en estos tiempos que corren. Ya tuve una experiencia parecida en un trabajo anterior, y a punto estuve en más de una ocasión de levantarme y meterle a la tía en cuestión un calcetín en la boca, a ver si se callaba… Por suerte supe controlarme, pero me entran escalofríos cada vez que la recuerdo, en serio.
Y si esas tías de los grititos son además de las que te “toquetean” mientras habláis a menos de un palmo de distancia, entonces ya es para echarse a llorar.
Vas paseando tranquilamente por la calle y de pronto…. Noooooooooo! Te la encuentras de frente, no tienes escapatoria. (En tu cabeza resuena el grito de la escena de la ducha de Psicosis…) Saludas, te pregunta que qué tal, que cómo ha ido el verano, parlotea sin parar con ese tono de voz que te pone los pelos de punta, y cuando por fin te deja hablar, vas a hacerle un breve resumen de tus vacaciones, y empieza a colocarte el cuello de la camisa, el botón de la chaqueta o un mechón de pelo que tenías mal peinado. Ahora sí que si, saltan todas las alarmas. Te dan ganas de decirle aquello de: “Pero no toques… ¿por qué tocas?”
Recuerdo con cariño a un vecino de toda la vida, muy amigo de mis padres, que me pellizcaba la mejilla cada vez que nos encontrábamos, de verano en verano. Me decía aquella célebre frase de “qué mayor te estás poniendo” y del pellizco que nos arreaba a mis hermanos y a mí, levitábamos una cuarta por encima del suelo. Pobres niños, lo que tienen que aguantar.
Seguro que la madre de Hitchcock era de las chillonas y aquello le marcó tanto que le inspiró para una de las mejores escenas de todos los tiempos.

12 de septiembre de 2011

¡Ay Richard!

Tengo un marido fantástico. El mejor. Claro que, qué voy a decir yo, ¡por algo me casé con él! Es de los pocos hombres, creo yo, capaz de reconocer abiertamente que algunas de nosotras conducimos y aparcamos el coche mejor que cualquiera. Y reconocer esto es mucho reconocer, teniendo en cuenta la losa que nos ha caído encima a las mujeres con este temita. “Mujer al volante, peligro constante”, ¿qué mente privilegiada se inventaría este refrán tan cutre?
Vaaaaaale, que sí, que hay muchas que son un peligro, que les tocó el carné en la tómbola de las fiestas de su pueblo o se examinaron en aquella autoescuela de Cuenca donde se “compraban” los aprobados, pero qué queréis que os diga, que no todas las mujeres cumplimos con los topicazos femeninos.
Éste de la conducción es uno de los tópicos con mayúscula, tan común como injusto, y no nos queda otra que cargar con él. ¿Y sabéis lo peor? que la culpa es nuestra, de las mujeres.
La realidad, y esto es un secreto a voces, es que solemos cederle los mandos a ellos, no porque no sepamos conducir, ni mucho menos, sino porque en el fondo, muy muy en el fondo, sabemos que los pobrecillos se sienten abochornados si somos nosotras las que nos ponemos al volante y a ellos les dejamos el asiento del copiloto. ¡Zas!, es como darles una patada en toda su virilidad. Si si, parece ridículo, pero es así.
La de la virilidad es una razón de peso, sin duda. La otra, seamos sinceras, es que nos encanta que nos lleven. Pensadlo bien. Todas soñamos con esa cita perfecta en la que nos vienen a buscar a casa, les hacemos esperar unos minutos para hacernos las interesantes, bajamos perfectas a la calle, y confiamos en que nos lleven a pasar la mejor noche de nuestras vidas. Y esto, aunque también suene a topicazo, es una verdad como un templo.
Quizá leímos demasiadas veces La Cenicienta cuando éramos pequeñas, o quizá sencillamente anhelamos la caballerosidad y la galantería, aunque no lo admitamos jamás.
Vaaaaamos confesad, la que haya dejado de emocionarse con la escena de Richard en limusina buscando a Julia en Pretty Woman, que lance la primera piedra.

Pero tranquilas, seguro que ellos también han soñado alguna vez con convertirse en galanes de cine, ¡ayyyy chicos, cuánto os queda por aprender del Richard!




5 de septiembre de 2011

LA OPCIÓN C

¿Otra vez? ¿Ya es lunes por la mañana otra vez? ¡Mierda! Pues sí, son las siete de la mañana y la alarma te va a fundir el móvil con esa melodía estridente que venía con el Nokia, “a ver si la cambio de una vez”.
Lo siento chicas. Cualquier resquicio de romanticismo brillará por su ausencia en este post. Ya sabéis a qué me refiero…
Enfrenarnos al espejo cada lunes por la mañana es como leer uno de aquellos libros para adolescentes de “Elige tu propia aventura”. La historia inicial cuenta con algunos factores comunes: es lunes (obvio), son las siete de la mañana (para no variar), y tienes que irte a currar (como todos los días).
Hasta aquí todo normal, o eso parece. Sin embargo, nada más lejos de la realidad, la fiesta no ha hecho más que empezar.
Si esta publicación fuera uno de aquellos libros de aventuras, llegadas a este punto, la narración nos ofrecería varias posibilidades. Unas opciones que, si eres mujer y has pasado de los treinta, seguro segurísimo, que habrás vivido en más de una ocasión.
  • Opción A: Te levantas de la cama, vas al baño y te miras al espejo. ¡Vaya! El fin de semana te ha sentado de maravilla. Piensas: “Eeeh, no estoy nada mal!” Te sientes optimista. “Hoy voy a resolver ese problemilla al que llevo dando vueltas varios días en el curro”. Y después de la ducha y un buen café, te atreves con ese vestido nuevo que te sienta como un guante. “Esta tarde, si tengo tiempo, vuelvo al gimnasio”.
  • Opción B: Te levantas de la cama, vas al baño y te miras al espejo. Buffff, lunes, otro más, a ver si pasa pronto la semana y llega el viernes rapidito.” Tengo un millón de cosas que hacer y ya me siento cansada. “¿Qué voy a hacer con estas ojeras?”. Ducha y café rápido. Hoy los vaqueros gastados de siempre, un suéter cualquiera y … bueno, este colgante que es vistoso y da el pego. ¡Ale, voy que chuta!
  • Opción C: Te levantas de la cama, vas al baño y te miras al espejo. ¡¡¡Oh Dios mío!!!  ¿Pero quién soy? ¿La niña del exorcista? Y esas bolsas en los ojos ¿de dónde narices han salido? Una ducha sin ganas y al curro en ayunas. “Estoy hecha un adefesio”. Esa ropa sería perfecta para ir de entierro, de negro de los pies a la cabeza, lo cual, inevitablemente, realza aún más el pálido color de cara y las ojeras. “Seguro que todo es culpa de la menstruación. ¿Cuándo me tocaba?”.
De un tiempo a esta parte, cada vez que queremos exprimir un fin de semana como si fuera el último de nuestras vidas, acabamos dándonos de bruces con la Opción C. Maldita Opción C. Nos hace darnos cuenta del paso del tiempo, de que cumplimos años, y de que ya no aguantamos la juerga como a los veinte.
¿Cómo lo hacíamos antes para bailar toda la noche con esos tacones de vértigo? Ahora nos provocan dolor de espalda o de pies. Una copa de más nos arruina el domingo, y las dos de la mañana nos parece una hora más que razonable para volver a casa.
Hoy es lunes. Espero que no estéis leyendo esas líneas con el traje de luto.
¡Feliz semana!

1 de septiembre de 2011

BLANCO Y NEGRO

Aunque se titule “Blanco y negro”, este post no va de moda ni de tendencias, nada de eso. Este post va sobre la asombrosa capacidad que tenemos las mujeres para pasar del amor al odio en cuestión de segundos. Sobre nuestra pasmosa facilidad para pasar del blanco al negro sin reparar si quiera en que los grises, quizá, estén ahí para algo.
Sabéis ese momento en que, concentradísimas delante del escaparate de una zapatería, como si el mundo alrededor hubiera dejado de existir, de repente, las veis. Ahí están, son las botas de tu vida. ¡Madre mía, si son carísimas! Sin embargo, ese pequeño detalle ha pasado a mejor vida después de dos minutos combinando mentalmente lo monísimas que te quedarían con ese vestido que te compraste en las rebajas. Si amiga, estás perdida. Ya no hay nada que hacer.
Tratas de alejarte de ellas, paseas varias manzanas a la redonda diciéndote a ti misma que ya tienes muchos pares de zapatos, que realmente no te hacen falta, que no las necesitas,… pero es igual, ya se han grabado a fuego en tu retina, y…  ¡jo-der, son las botas de tu vida! Así que al final vas, te las pruebas y obviamente te las compras. Estaba cantao. ¡Es fantástico, ya las tienes! Buah, tus compañeras de trabajo morirán de envidia, ¡que se fastidien!.
Y ya está, amamos esas botas por encima de todo lo demás. Así somos. Las mujeres amamos esas pequeñas cosas, nos ilusionamos como niñas con trajes de princesa, con los pequeños detalles, con la propia cotidianeidad y a veces, por desgracia, también amamos con impaciente cabezonería.
El problema es que esos impulsos que se apoderan de nosotras y nos enamoran como quinceañeras, en ocasiones, pasan a ocupar el último lugar de nuestra lista de preferencias en un abrir y cerrar de ojos. Sin más, saltamos del blanco al negro y nos quedamos más anchas que largas. ¿Curioso no?
Apenas han pasado unas pocas semanas desde que te compraste “las botas de tu vida”, ¿las recuerdas? Si hombre, aquellas deslumbrantes botas con las que dejaste boquiabiertas a tus compis de la ofi… y que… por cierto… ¿qué habrá sido de ellas?

Corres a buscarlas al armario. Qué lástima, seguro que andan ya perdidas en el último rincón del zapatero, justo al lado de esas horribles sandalias que te compraste en aquel viaje a Benidorm y que no te has puesto en tu vida. Y.. ¡bingo! Allí están. “¿¡Por qué narices me compraría yo unas botas con este taconazo!?”.